RECUPERAR LA FASCINACIÓN

Cuando veo esta fotografía no puedo creer que el tiempo haya pasado tan rápidamente. Ya sé que suena a tópico, pero recuerdo como si fuera ayer el primer día que vi a Arti cuando llegó de la India convirtiéndose en mi hermana de la noche a la mañana. Ella tenía 8 años. Mi hija que entonces tenía 4 y no paró de llorar como si anticipara que se le habían acabado los privilegios propios de ser nieta e hija única. Poco después mi hermano y yo llevamos a Arti a Sitges. Allí ella contempló el mar por primera vez. Llena de emoción e incapaz de poder expresar con palabras lo que sentía  -aún no hablaba catalán- se dedicó a labrar en la arena el símbolo de Om para borrarlo enseguida y volverlo a dibujar una y otra vez mostrando lo efímero de las cosas que suceden en la vida. Siempre creí que era también su manera de agradecer a Dios el hecho que le hubiera concedido por fin una familia después de tantos años de anhelo y de rogar por ello. No paraba de saltar, bailar, reír, tocar la arena, mojarse en el agua... Cuando llegó la hora de comer y el camarero le puso hielo en su vaso de coca-cola Arti volvió a quedar fascinada con el cubito. Nunca había visto un trozo de hielo y jugó con él, observándolo por todos los costados hasta que se derritió completamente en sus manos. Su capacidad de fascinación parecía infinita. Cuando años después viajé con ella y mi hija a la India entendí el choc cultural que debió vivir al pasar de un medio austero, rural pero lleno de color al moderno y también gris asfalto de Barcelona. Todos aprendimos con ella. Aquel día todo miramos el mar y el hielo como si fuera la primera vez. Pero sobre todo mi hija comprendió muy pronto a su lado que el mundo era mucho más ancho y complicado de lo que podía imaginar. Durante mucho tiempo Arti era su gran maestra y su mejor confidente. Surgió un poderoso vínculo entre ellas porque el amor aparece con más intensidad cuando el corazón recupera la capacidad de fascinarse por lo nuevo, por lo distinto y se abre a la diversidad.

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