EL PODER DE LA TERNURA
Hace unas semanas nació un bebé en mi familia. Es una niña.
Pero estuvo ingresada varios días en la unidad de cuidados intensivos para
recién nacidos del hospital. Cuando me acercaba a verla y la encontraba en el
nido rodeada de bebés -muchos de ellos minúsculos- luchando por sobrevivir, me
invadía una inmensa ternura. No era la única. Contemplaba los rostros de las
personas que estaban alrededor y cada uno transmitía a esos seres acabados de
llegar a la vida fuerza para que siguieran adelante. Esas miradas llenas de
amor desinteresado y puro, ese deseo de bienestar hacia ese otro ser, sin
buscar nada a cambio, parecían atravesar todas las barreras ayudándolos a
transitar la soledad de la incubadora, la soledad inherente a la existencia
misma.
Así es la
ternura, la columna vertebral de la vida, su sustento. Somos hijos de la
ternura a pesar de no recordar siempre claramente la mella que cada uno de sus
gestos produjo en nosotros. Si alguien no hubiera depositado en nosotros cierta
dosis de ternura ninguno hubiera podido sobrevivir. Los científicos se
maravillan ahora del inmenso poder del contacto piel a piel del bebé con la
madre para modelar ese lienzo en blanco que es el cerebro del recién nacido.
Pero poetas como Paul Valéry ya lo adivinaron: “La piel es lo más profundo que
hay en el ser humano”.
La caricia es
incluso más importante que el alimento: el psicólogo Harry Frederick Harlow
realizó un experimento con monos que vivían con una madre de hierro que llevaba
un biberón y una madre hecha de fieltro que no alimentaba, pero cuyo tacto era
dulce y suave. Los monos acostumbraban a alimentarse acercándose a la madre de
hierro y después se acurrucaban junto a la madre de fieltro. En un momento
dado, se introdujo en la jaula un oso mecánico y ruidoso que tocaba un tambor.
Ante el estrés los monos permanecieron todo el tiempo acurrucados contra su madre
de fieltro despreciando el biberón. Harlow concluyó que la alimentación no
fundamenta el amor, sino que existe una pulsión primaria basada en la ternura
del contacto.
El etólogo y
neurólogo Boris Cyrulnik asegura que es también la ternura recibida en los
primeros meses de vida -grabada en cuerpo y mente para siempre- la que hace
posible a un niño tejer nuevos vínculos después haber sido maltratado. “El niño
herido sabrá instintivamente que ha conocido sentimientos positivos y
agradables y estos serán los que le ayudarán a sacar la cabeza del agua”,
afirma. La ternura constituye pues la base de la resilencia. Tiene el poder de
devolvernos el gusto por vivir incluso en los momentos de más desazón. “Cuando
vemos un gesto de bondad, cuando degustamos la belleza de un rostro, de una
obra de arte, un gesto de benevolencia, sentimos, renovadamente, el deseo de
vivir, mientras que cuando todo lo que nos rodea es fealdad y crueldad
experimentamos el desencanto, las ganas de morir, de borrarnos de este maldito
mundo. La inocencia despierta la ternura y la ternura nos hace confiar en el
mundo y en los seres humanos que lo habitan. Lo único que salva los vínculos
humanos de la lógica del interés es la ternura que somos capaces de vivir a
través de estos”, escribe el filósofo Francesc Torralba en su libro “La
tendresa” (Ed. Pagès).
El riesgo de mostrarse
Al salvarnos
de nuestro ensimismamiento con un gesto, con una mirada, la ternura aleja la
soledad, el sufrimiento, permite llenarnos de la presencia del otro y descubrir
la belleza de vivir. Sin embargo nuestra sociedad rehúye la ternura por el
miedo que despierta su capacidad para desmoronar máscaras y corazas. Al
enternecerse, uno se ablanda. La persona se muestra y entrega tal cual es, lo
que en un entorno eminentemente racionalista se puede tomar como un signo de
debilidad.
Ciertos
autores reivindican el derecho a recuperar la ternura en el ámbito privado y en
el público como una vía para crear un mundo mejor. Se apoyan en su poder
integrador y en la capacidad que desencadena para abrirse al otro
reconociéndolo con respeto y amor, tanto en su fragilidad como en su fortaleza.
La ternura despierta nuestra alegría con la alegría del otro, el secreto de la
felicidad.
La sutilidad de la ternura
Pero, ¿cómo
podríamos definir mejor la ternura? ¿Qué ingredientes forman parte de la misma?
De entrada la ternura es sutil y se percibe sobre todo con el corazón porque,
como diría Antoine de Saint Exupery, lo esencial siempre es invisible a los ojos.
No responde a un acto voluntario, sino que uno es poseído por ella. Un ligero
roce de la yema de los dedos en la mejilla, un beso suave, una mirada, unos
dedos entrelazados… pueden quedarse en una escurridiza sensación que se diluye
en la inmensidad del tiempo, a la vez que se convierte en un consuelo de por
vida con tan solo evocar de nuevo ese encuentro de almas, esa caricia que desde
la piel ha impregnado todo nuestro interior.
A veces uno
toma conciencia de su falta cuando se reencuentra con su calor y, al
descongelarse, se da cuenta de lo mucho que necesitaba ese abrazo, ese gesto.
Percibe el tiempo que hacía que no se encontraba de forma auténtica con otro
ser y del poderoso efecto que ha tenido esa forma de contacto que salva de la
jaula mental, del sufrimiento callado y oculto. Alguien sin pretender cambiar
nada nos ha dicho sin decir: “Yo te veo, no estás solo”.
Elisabeth
Kübler-Ross que dedicó la mayor parte de su vida a acompañar a personas que
iban a morir, y quien utilizó la ternura para facilitarles a ese tránsito,
aseguraba que ni siquiera era necesario el contacto físico. Cuando alguien
estaba a punto de morir, se sentaba a su lado y acercaba su mano sin tocarlo y
esperaba que el otro hiciera un gesto de acercamiento para no invadir su
intimidad. Ese es el frágil arte de la ternura.
Porque
intrínseco a la ternura es el respeto. Aparece cuando existe un reconocimiento
de la libertad del otro. No hay necesidad de posesión, sino una aceptación
total de la otra persona y su circunstancia viéndola más allá de las etiquetas
profesionales, culturales, económicas, raciales, religiosas… Requiere también
entrega, generosidad y transparencia, aunque sea por un corto instante. La
expresión de ternura nos rinde ante el otro con espontaneidad y autenticidad.
Está impregnada de inocencia. Cantaba Jacques Brel: “La ternura no pide nada,
no espera nada, se basta a sí misma”.
Por eso
convendría cultivarla en toda relación de pareja. Abrirse a esa vibración,
donde lo mejor de nosotros contempla lo mejor del otro, se fascina por su forma
de ser y de actuar. Dejarse llevar por la sensación y no temer que el “tú”
llegue a ser más importante que el “yo”. La ternura alcanza donde las palabras
no pueden ni contener ni definir. Envuelve el erotismo de belleza y
trascendencia. Sobrevive a la pasión y facilita la evolución mutua.
La ternura
también es pura presencia. Cuerpo, mente y espíritu experimentan sin grietas el poder de la
ternura que cura tanto a quien la siente como a quien la recibe. Los
pensamientos se acallan ante la certeza de que existe un profundo lazo entre yo
y los demás. Se desvela nuestra esencia al percibir la de quien ha despertado
este bello sentimiento. Más allá de la mano, la mirada, el susurro o la sonrisa
que la vehicula, la ternura es un estado del corazón que se expande, una
misteriosa energía que nos recuerda que nuestra humanidad.
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