HUIR HACIA LA NADA
Contemplaba el bebé
embelesado. No se atrevía ni a respirar para así congelar mejor ese momento en su memoria, en su corazón, en su cuerpo... Guardar todas las sensaciones, imágenes y pensamientos que despertaba. Observaba cada detalle de su piel blanca y fina. Una piel que, sin haberla
tocado, se adivinaba suave, demasiado sensible y sin ninguna protección. Tenía unas
piernas muy delgadas que quedaban dobladas como un renacuajo creando unos dulces y
atractivos pliegues, unos surcos llenos de frescor. Le fascinaba el perfecto dibujo de sus ojos almendrados,
sus largas pestañas siendo todo él tan pequeño y sin aún haber visto nunca la
luz del sol. Gesticulaba con la boca poniendo los labios en forma de beso
mientras dormía plácidamente en la cuna del hospital. Se moría de ganas de
acariciar esos piececillos, tan perfectos. Ahora parecía imposible pensar que
irían deformándose con el paso del tiempo y el peso de andar por la vida:
juanetes, duricias, callos... Ahora en cambio las uñas estaban impolutas,
blancas, blandas, casi transparentes decorando cada uno de sus finos y
alargados deditos bien colocados.
La fragilidad de este ser constituía también
su gran fortaleza, porque enamoraba. Ojalá hubiera podido atravesar el cristal
con las manos aunque sólo fuera por unos instantes para acariciarlo, pero tenía
que esperar que sacaran a su nieto del nido. Le acaba de conocer, le estaba
mirando por primera vez y su amor por él ya era infinito e incondicional.
Admirarlo era como tomar el pulso a la fuerza de la vida que había logrado su
fin: perpetuarse y abrirse camino de nuevo. En cada uno de sus dedos veía las
manos de su hija –ahora madre- llenas de ternura, unas manos de pianista y
también de cocinera excelente. Entonces le vino a la cabeza el momento en que
ella había nacido. Y ahora 30 años después allí estaba él, 30 años más viejo,
muy roto por dentro y por fuera, aunque justo en ese mismo instante lleno de
amor, ternura y felicidad. No podía evitar sentir el pulso del tiempo: le
venían imágenes de cómo su hija, su pequeña niña, su bebé, se había convertido
en una bella y a la vez poderosa mujer capaz de obrar este milagro que era el
de dar vida a un nuevo ser, llevarlo en su vientre y después parirlo.
-Es un hecho
objetivo, no es amor de padre: esta niña es guapa, es la más bonita del mundo-,
le había dicho a su mujer minutos después de que naciera su hija, hoy
convertida en madre y él en abuelo. Se lo había dicho también ese día lleno de
orgullo sosteniéndola con una mano y sin apartar ni un segundo la mirada de su
bebé.
Su
esposa, aún en la cama del hospital, se reía. ¡Cómo le hubiera gustado que ella
estuviera allí acompañándolo y conocer juntos a ese nuevo nieto aunque fuera a
través del cristal! Se tomarían el pelo mutuamente por haberse convertido en
abuelos y haberse hecho tan viejos. Elsa odiaba hacerse mayor tal vez por eso
había decidido irse antes de que el paso del tiempo hiciera de las suyas en su
cuerpo. Siempre había sido rebelde. Temía menos la muerte que la vejez. Y tal
vez eso la mató. Se preguntaba si allí donde Elsa estuviera ahora, si es que
estaba en algún lugar, podría conocer a su nieto. ¿Lo estaría ella contemplando
como él en ese mismo instante? Sintió una especie de escalofrío que le recorrió
la espalda y quiso creer que su mujer estaba allí mirando al bebé junto a él.
No era un hombre espiritual ni místico. Sin embargo los años le habían hecho
más blando –es lo que se repetía a sí mismo- y, a pesar de esa recriminación,
cada día sentía más necesidad de refugiarse en un mundo lleno de fantasías e
ideas mágicas. No le importaba si era verdad, si era racional, ya no. Debían
ser las consecuencias de tantas horas de soledad que le habían llevado a
dejarse llenar y acompañar por esas imágenes interiores de las que acababan
surgiendo sensaciones e incluso nuevas experiencias. Siempre se había
considerado un hombre más bien escéptico. Pero cuantos más años pasaban de la
muerte de su mujer más le parecía que ella estaba cerca. Le seducía la idea de
creer que tal vez con suerte tal y como decían algunos existían otras
dimensiones (o lo que fuera) en las que el alma seguía intacta y uno estaba
siempre cerca de los seres que amaba.
-Al igual que la
religión es el opio del pueblo esta creencia es tu droga-, le espetaba un
amigo.
-Sí,
sí-, le contestaba él sin molestarse demasiado en defenderse. Siempre se había
creído responsable, dueño y señor de su destino. Sin embargo lo que antes le
parecían meras casualidades ahora lo percibía como hilos invisibles que tejían
irremediablemente la vida de las personas a pesar de sus decisiones y
voluntades. Hijos que morían a la misma edad que sus padres; madres e hijas que
repetían sus historias amorosas, abuelas y nietas que repetían sus patrones de
vida… Somos más que lo que decidimos. Somos mucho más esclavos de nuestras
herencias y de nuestra suerte de lo que nos gustaría creer. Y no era por miedo
a la muerte que había desarrollado esas nuevas creencias. No temía la muerte. Incluso
la había deseado en algunos momentos en los que, al no ver una salida, pensamos
esa es una puerta… Una “buena” huida... hacia la nada. Porque la nada, una nada
de la que no sabemos nada que
tampoco somos capaces de imaginar, probablemente no canse tanto como la vida.
No lo podía evitar.
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